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Historias míticas de Junín: El escudo de Junín




Por: Rody Moirón


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Don Verbeno Peña Escudero fue un andaluz corpulento,  con un vozarrón envuelto en una densa barba y un hábito jovial y generoso. Vivía en la costa sur de la laguna de Gómez, en una solitaria casilla de madera, junto a un embarcadero que él mismo había construido.

Todos los viernes por la noche recibía a un grupo de amigos con los que conformaba un círculo cerrado, que se reunían para cenar.

Entre los que frecuentaban el encuentro se hallaba lo más encumbrado de la sociedad de Junín. Concurrían: Petaco Marroquí Calzado, el dueño de la mayor zapatería de la ciudad, Claro Watson, un hijo de galeses que era el jefe de la policía, el juez Esponso Igualitario y su pareja Raimundo “finta veloz” Volado, ex boxeador, Salvador Moratorio, el jefe de la Oficina de Hacienda y Pedro Fratachini, un peón de albañil que era considerado el más prolífico poeta de la zona.

Don Verbeno agasajaba a sus amigos con un suculento asado que realizaba en una parrilla flotante que tenía en una barcaza. Se trató de la primera embarcación del país movida por hélices. Junto a su casa Peña Escudero tenía un molino de viento al cual le había realizado ciertas modificaciones: las aspas, al girar, iban tensionando una enorme cuerda de acero. Cuando la tirantez era tal que inmovilizaba al rotor, Don Verbeno, mediante unos pernos, trababa todo el sistema y lo desmontaba de la torre. Luego, mediante una adaptación diseñada por él mismo, el equipo se instalaba en la popa de la barcaza y, llegado el momento, retiraba los pernos obteniendo un impulso suficiente como para avanzar hasta el centro de la laguna. Una vez allí, navegando al garete, la corriente de Copello la llevaba nuevamente al embarcadero, en un proceso que duraba toda la noche.

Las reuniones eran verdaderos bacanales. El tiempo hizo que, a encuentros similares, en el futuro se los llamara “peña”, en honor a Don Verbeno.

Cuando todos los concurrentes estaban embarcados, Peña Escudero se ponía una gorra de capitán, levaba una enorme ancla con forma de “J”, quitaba los pernos y dando órdenes que los demás no entendían, como “¡Arranca todos los bogas pican el ritmo!”, “¡Arriad el foque!” o “¡Abatid el palo de mesana!, el barco zarpaba.

Durante el viaje se hacían todos los aprestos para la cena. Tenían numerosas botellas vacías de “Don Vicentín Sellado DOC”, a las que llenaban con vino de damajuanas, valiéndose de un embudo. Lavaban la lechuga en el agua de la laguna y Don Verbeno cortaba la carne, pelaba salames y acomodaba las brasas con “el Napia” una larga cuchilla que en una noche de alcohol había bautizado así. También utilizaban unos hierros del seis, a manera de espeto, para realizar brochettes que incluían langostinos, pejerreyes y mojarras.

Generalmente cuando las hélices dejaban de girar el asado estaba listo y debían rellenar nuevamente las botellas.

Las damajuanas vacías eran utilizadas por Fratachini quien escribía poemas, los enrollaba, los metía dentro de ellas, las tapaba y las lanzaba a las aguas. Uno de ellos le había valido el matrimonio.

Una vez había escrito:

“Besaré tus ojos al leerme.
Mojaré tus labios con la sal
de estas aguas que nos ponen frente a frente
y que hacen que naufrague en tu mirar. “

La damajuana fue hallada por una joven del El rincón de el Carpincho, que quedó embelesada con la rima y decidió buscar a su autor. Luego de una extensa investigación encontró a Fratachini haciendo un revoque grueso en calle Pellegrini al fondo  y le declaró su amor. Pedro le propuso inmediato matrimonio, con la condición de que los viernes fueran para él.

A medida que la noche avanzaba los diálogos se volvían más efusivos y no eran infrecuentes las discusiones. Se tocaban temas concernientes a la ciudad, a las mujeres de ella y a los cornudos. Y se tomaban decisiones que después les eran impuestas a las autoridades locales.

El alcohol, a veces, los hacía alucinar y de estas reuniones surgieron algunos mitos como el de unos extraños seres que tenían piernas de mujer y cabeza de pejerrey y que con su mirada cortaban la mayonesa. O la de “Lagunito”, una especie de monstruo antediluviano que salía del agua y escupía el asado.

En una de esas noches el juez Esponso advirtió al grupo sobre un detalle que no se había tenido en cuenta aún: que ciudades vecinas, como Chacabuco, tenían escudo y Junín no.
- ¿Cómo es el escudo de Chacabuco?- lo interrogó Don Verbeno.

- Una porquería. Un sol, una cintita argentina y un riacho celeste.

- ¡Tenemos que tener el nuestro!- reclamó Peña Escudero.

Rápidamente se pusieron de acuerdo acerca de las cosas que tenía que tener el escudo de Junín: la gorra de Don Verbeno, el ancla en forma de “J”, la laguna con la corriente de Copello, el embudo, los fierros del seis y la torre del molino.

- ¡Y el Napia!- anexó Petaco.

Fratachini, que también se daba maña para dibujar, realizó un bosquejo con el que todos estuvieron satisfechos.

Al día siguiente fue Watson el encargado de llevarle el proyecto al presidente del Honorable Concejo Deliberante.

- No podemos aprobar esto- Fue la respuesta del edil.

- Su hijo tiene muchas multas- dijo el policía.

- Bueno, no al menos así.

Dos semanas después, con algunas mínimas modificaciones, el escudo fue aprobado por unanimidad. A la gorra la transformaron en un quepis, la laguna en un campo argentino, la torre en un mangrullo, el embudo en un clarín, los hierros en lanzas, el ancla en una “J” hecha arado y al Napia en un sable.




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