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Historias místicas de Junín: El túnel de Garibaldi





Por Rody Moirón
Para La Máquina del Tiempo

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La fauna ictícola del río Salado siempre fue cambiante en número. Condiciones extremas de calor o un bajo nivel de agua producen gran mortandad de pejerreyes, carpas y bagres. Por el contrario, los fríos y las inundaciones propician su desarrollo.

Fue durante un invierno de abundantes lluvias que Ernesto Jaquel, fundador del activismo ecológico local y presidente de la organización no gubernamental “La polución cuesta un ambiente y la mitad del otro”, quien descubrió una excesiva mortandad de peces, inusual para las condiciones reinantes.

Entonces Jaquel puso el grito en el cielo, movilizó a los suyos y comenzó una exacerbada campaña en contra de dos industrias a las que les atribuyó el desastre ambiental. Una era una fábrica de Dicloro Difenil Tricloroetano, que funcionaba en una plataforma de madera flotante, sobre el Salado, en las cercanías del puente Macucho. Otra era una curtiembre de cueros de langostas  instalada en la costa, a cien metros de la anterior.

El escándalo fue de tal proporción que llegó hasta la prensa capitalina.

Lupito Pordiez, un biólogo de la Universidad de Buenos Aires, leyó uno de esos artículos y se interesó en el tema, por lo que arribó a Junín dispuesto a realizar una investigación científica.

Rápidamente llegó a una conclusión inapelable, por lo que reunió a las autoridades locales, a los titulares de las industrias acusadas, a Jaquel y sus seguidores y les presentó un informe de situación.

Pordiez mostró una serie de monitoreos que había realizado, en los que podía verse que los peces recién se morían aguas abajo del desagüe de calle Garibaldi. Eso libraba de culpas a las dos fábricas acusadas.

Y aunque Jaquel quiso cuestionar el estudio, las evidencias eran tan contundentes que tuvo que aceptarlas. Pero inmediatamente inició una campaña para que se dinamitara el túnel de la calle en cuestión.

Las autoridades lograron apaciguarlo invocando unos edictos municipales que prohibían dicha acción y prometiéndole que formarían una comisión para investigar el tema.
El ente creado para la exploración del conducto estuvo presidido por Lupito Pordiez, y Jaquel fue su secretario general.

La construcción del túnel de la calle Garibaldi es uno de los mayores misterios de la ciudad.

 Algunos dicen que fue una catacumba mandada a realizar en la época inicial del Fuerte, cuando el Comandante Escribano comenzó a temer por un gran malón del que le había informado Jaime Tacainé, un mestizo que oficiaba de doble espía en las tolderías de la zona.

Otra teoría dice que se trató de un acueducto inca, construido por una población, precolombina, expulsada de la ciudad de Shincal de Quimivil.

Pero al mismo tiempo que ocurrió la aparición de los peces muertos, otro hecho, que también involucró al túnel de Garibaldi, sacudió a la población: por la boca de tormenta de calle Italia –la continuación de Garibaldi- y la avenida San Martín, varios testigos vieron desparecer, como si se lo tragara la tierra, a Rosendo Áscaris, al que apodaban el Flaco, un repartidor de ballenitas de la tienda “El palacio del turbio”, de calle Alsina.

Y comenzaron a plantearse variadas versiones acerca de lo sucedido. Algunos argumentaban que había una especie de ofidio gigante, que tenía un solo ojo con una mirada fatal, cuyas excreciones contaminaban las aguas y que cuando estaba a su alcance, se comía a algún desprevenido transeúnte.

Otros decían que se trataba de la maldición de Chusoy, un caballo engualichado que Yanquelén había abandonado, hacía mucho, en el túnel, y que era carnívoro y cagaba una bosta tóxica.

La tercera y más rebuscada de las explicaciones acerca del túnel es la que defendió, hasta su muerte, un religioso e historiador danés, el presbítero Lomeo quien, en base a la escritura en una piedra hallada en la desembocadura del curso de agua de Garibaldi, había formulado una compleja teoría. El presbítero afirmaba que la escritura decía que el túnel estaba conectado con la ciudad de El Dorado, la que se hallaba bajo las aguas de la laguna de Gómez. Además había colegido que lo hacía mediante un intrincado laberinto de pasadizos. Y que no era posible llegar a ella porque las cuevas estaban protegidas por un sistema de trampas de venenos, que eran las que contaminaban las aguas.

Lomeo sostenía que la localidad homónima, del partido de Lincoln, era una clara referencia a la ciudad perdida y lo escrito en la añosa piedra, otra prueba fundamental.

La piedra de Lomeo decía: “senreiv a senul ed somedneta”. Y él afirmaba que esas palabras, de un idioma antiguo, se traducían como “bienvenidos a ciudad el Dorado”.

Inútiles fueron las numerosas argumentaciones que le hicieron al religioso, sobre la posibilidad de que sobre la piedra hubiese estado apoyado, durante muchos años, un cartel que le haya dejado estampada la leyenda “atendemos de lunes a viernes”, al revés.

Oyendo y desoyendo todas las teorías, luego de la desaparición de Áscaris, las autoridades mandaron a tapar todas las bocas de tormenta del Barrio Pueblo Nuevo, salvo aquella en la que se había perdido el Flaco, que fue conservada como un mausoleo a cielo abierto, en memoria suya.

Al mismo tiempo que se clausuraban las bocas de tormenta comenzaron las expediciones para investigar las profundidades del túnel. Pordiez bautizó a cada incursión, con el nombre de “Conferencia”.

La conferencia I terminó en un prematuro fracaso. Los tres miembros del escuadrón, cuando a poco de ingresar en la oscuridad, estaban llegando a calle Alemania, escucharon un sonido metálico, proveniente de un carro que circulaba por dicha arteria, salieron corriendo y recién volvieron la vista atrás cuando estaban llegando a La Oriental.

Las siguientes conferencias no sufrieron suertes demasiado diferentes. Los tunelautas, a poco de internarse en la caverna, eran presa del pánico y salían huyendo.

Fue entonces que a Pordiez se le ocurrió poner en práctica un sistema de comunicación tan sencillo como efectivo: cada vez que los exploradores llegaban a una boca de tormenta, intercambiaban mensajes con el exterior, recibiendo ánimo, consejos, órdenes y algunas vituallas.

Fue la expedición comandada por el almirante Nelson Costra, la Conferencia XI, quien logró llegar más lejos y realizar unos hallazgos reveladores. A la altura de calle Arias encontraron una malla metálica, realizada con llavecitas para abrir latas de paté, entrelazadas, que les impedía el paso. Solicitaron herramientas en la boca de tormenta de la esquina de Coronel Suárez y lograron cortarla. Y a poco de seguir avanzando, a la altura de la calle Remedios de Escalada, hicieron dos descubrimientos. Por un lado encontraron que desde la rejilla de una casa de comidas, chorreaban los restos de un tuco que había corroído parte del suelo del túnel y que eran la fuente de contaminación. Por otro hallaron al Flaco Áscaris quien había sobrevivido alimentándose con esa salsa.

El local de expendio de alimentos fue clausurado y con ello terminó la mortandad de peces. 

El Flaco Áscari confesó que se había metido al túnel porque había visto a unos acreedores que lo estaban buscando. Y la exploración de la cueva fue abandonada cuando la Conferencia XIII envió un papel en la boca de calle Pellegrini, que decía “Junín, estamos en problemas”.

Con gran dificultad se los logró hacer regresar, pero el programa fue discontinuado, Pordiez regresó a Buenos Aires, Jaquel se volvió un importante impulsor de la minería a cielo abierto y el misterio del túnel de Garibaldi nos acompaña hasta nuestros días.



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